Powered By Blogger

miércoles, 7 de agosto de 2024

Realismo Mágico, a propósito del Manifiesto del Partido Comunista.

 

CAJÓN DE SASTRE.

Realismo Mágico, a propósito del Manifiesto del Partido Comunista.

 

Segundo Florencio Jara Peña. 

 

Soy un comprador compulsivo. 

Soy un comprador compulsivo de libros. De hecho mi capacidad de adquisición de libros ha rebasado sideralmente a mi capacidad lectora. Tengo en lista de espera, pendientes de leer, más de 80 libros. Aun así, si me encuentro en una feria de libro, librería de viejo o cualquier librería, termino comprando más. “Compro más libros de los que puedo leer, porque me gusta la idea de que están allí, esperando por mí, y porque me gusta la sensación de que tengo una reserva de conocimiento y placer a mi disposición”. Lo dijo Umberto Eco un grandísimo lector y redomado coleccionista de libros, cuya biblioteca personal tenía más de 50 mil libros. Es también una de mis grandes pasiones: amo los libros. 

 

Curioseaba en uno de los stand montados en una conocida feria libresca cuando, en una sección de remates, a 10 Soles, vi que ofrecían una edición del año 2022 de "El manifiesto del partido comunista" de Karl Marx y Friedrich Engels, de la editorial Sapere Aude. Obviamente la obra ya había entrado en el dominio público y cualquiera podía editarlo. Lo compré, pues no estaba seguro si seguía conservando o no el ejemplar de la edición de Pekín de 1968, de carátula amarilla, el que me había regalado un amigo Trotskista, sobrino de un conocido guerrillero fallido de los sesentas. 

 

En las épocas de las vacas flacas, cuando mi capacidad lectora no tenía límites, visitaba con regularidad a este amigo. Provenía de una familia de intelectuales y vaya que tenían una biblioteca envidiable. Se dice que lo políticamente correcto es que un intelectual sea de izquierdas y su familia era de izquierdas, pero éramos amigos aun cuando yo, en esa época y creo que incluso ahora, era un “no alineado”. Creo que, de acuerdo a mi manual de instrucciones genético, fui diseñado así, contra lo políticamente correcto. 

 

Con todo, nos unían algunas pasiones: la literatura, el rock y el montañismo. Yo le sacaba provecho a su bien dotada biblioteca. Fue allí de donde tomé prestado “Conversación en la catedral” y pasé todo un día y su noche entera disfrutando de esa maravillosa novela. Boris, así se llamaba mi amigo, siempre que podía intentaba persuadirme hacia sus fueros políticos. Con ese motivo me regaló el librito de marras: “El Manifiesto del partido comunista”. 

 

En esa época leía de todo (recuerdo haber leído una guía para desarmar el transistor receptor KH-300, de una editorial argentina), así es que no tuve empacho en leerlo, lo hice de un tirón una noche antes de dormir. 

 

Su estilo narrativo y estructura retórica me parecía, polifónicamente, similar a un tema de Led Zeppelin: "Escalera al cielo". Con un inicio impactante que captura la atención del oyente (lector), un desarrollo que construye argumentos sólidos y un final que remata con fuerza. La famosa frase inicial "Un fantasma recorre Europa" es como la introducción, musicalmente hablando por supuesto, de "Stairway to Heaven", estableciendo un tono sombrío y misterioso que atrae al oyente. 

Marx y Engels crean una atmósfera de urgencia y alerta, preparando el terreno para su análisis de la lucha de clases y el surgimiento de la burguesía. El cuerpo del texto es como el desarrollo del tema musical: construyen argumentos y ejemplos que se entrelazan para crear una armonía coherente. Utilizan metáforas, muchas, para ilustrar sus puntos de vista y hacer que el lector se sienta parte de la narrativa. El final del manifiesto es como el clímax de la canción, con Marx y Engels presentando sus alegatos contra la religión y la ideología burguesa con fuerza y convicción. La famosa frase "Proletarios de todos los países, ¡uníos!" es como el estribillo final, dejando al oyente (lector) con una sensación de llamado a la acción y un mensaje claro. 

 

Si la estructura me parecía polifónica, su texto lo entendía más allá de su propósito político original, simplemente como una pieza literaria maestra. Una bien redactada ficción antes que un manual político. Dice Vargas Llosa que la primera obligación de una obra de ficción no es instruir, sino hechizar al lector. Desde el primer momento que lo leí fui hechizado por la trama. En lugar de enfocarme en su contenido político, lo abordé como si estuviera leyendo "Pedro Páramo", de Juan Rulfo, o "100 años de soledad" de Gabriel García Márquez. 

Lo disfruté. Descubrí un mundo donde la historia se entrelaza con la fantasía y la crítica social se disfraza de mito. La burguesía y el proletariado se convierten en personajes de una narrativa épica, donde la lucha de clases es el hilo conductor que teje la trama. El anuncio apocalíptico "Un fantasma recorre Europa" se transforma en una imagen onírica, un presagio que anuncia la llegada de una fuerza desconocida y poderosa. La descripción de la sociedad capitalista como un "espectáculo de fantasmas" adquiere un tono surrealista, donde la realidad se distorsiona y la verdad se oculta detrás de una cortina de humo. “El Manifiesto” se convierte en una alegoría, donde la lucha de clases es la batalla entre la luz y la oscuridad, la razón y la superstición. La burguesía es el hechicero que controla las sombras, mientras que el proletariado es el héroe que busca liberar al mundo de su hechizo. 

Pero de allí a creer que esas bellas letras pudieran cambiar el mundo hay mucha distancia, era como creer que viajando a Colombia, compramos un mapa y llegamos a Macondo. Nunca creí que siguiendo a pie juntillas este manual se pudiera hacer realidad sus profecías. Pero eso no le quita que sea uno de los libros que más veces lo he leído, que más placer me ha proporcionado, pero por su calidad literaria, no por su contenido político. Simplemente una obra maestra de la literatura. 

 

Tal vez parezca un contrasentido, sobre todo por lo que dije anteriormente, pero al releerlo nuevamente caigo en la cuenta de que este es un libro que obligatoriamente tendría que ser material de lectura en los cursos sobre litigación y argumentación, pues presenta una estructura argumentativa y retórica cuidadosamente elaborada para persuadir al lector de la inevitabilidad de su hipótesis. 

 

Ah, me olvidaba. En uno de los inmensos pasillos de la feria vi a Boris, acompañado de una gringa, se abrigaba con una casaca y cubría su calva con un gorro, ambos de Columbia. Compraba un libro: La conjura contra América, de Philip Roth.

 

sábado, 8 de junio de 2024

Hijos de puta.

 

Cajón de sastre.


Hijos de puta.

Segundo Florencio Jara Peña.

“(…) Y mi abuelo, campesino de Almería trasplantado a la Pampa por hambre, pastor de cabras que había aprendido a leer por su cuenta mientras descubría el secreto de las vetas de la maderas, marxista autodidacta y dialogante, me dio esa noche la mayor lección de sabiduría de toda mi vida:

          - Un gusano se puede transformar en mariposa –dijo el abuelo-. Pero un hijo de puta será siempre un hijo de puta.” (Rayos X, Carlos Salem. Tropo Editores).

 

         Una crónica mía publicada en un diario nacional (La Opinión de Ica del 16 de abril del 2024), donde relataba la aventura amorosa de un amigo, terminaba así: “después de todo tan hijo de puta no soy”. (Jueces con sesgos machistas).

         Aun cuando supuse que el diario tenía un estilo conservador, pero el contexto del relato hizo que me tomara esa liberalidad y recurriera a la palabra más malsonante de nuestro idioma castellano.

El castellano debe ser uno de los idiomas que dispone de un grandísimo número de expresiones insultantes, ofensivas, soeces y escatológicas, superior, de lejos, a cualquier otro idioma en el mundo.

         No soy lingüista, pero creo que tan célebre afrenta verbal merece un ensayo propio.

En el vasto universo de la lengua española, las palabras adquieren múltiples matices y significados que trascienden su uso original. A menudo, las expresiones malsonantes o lisuras, que a primera vista parecen ser meramente ofensivas, encierran en su seno una riqueza lingüística y cultural que merece ser explorada y comprendida en toda su complejidad. Las palabras, como entidades vivas que son, evolucionan y se adaptan a los contextos en los que se utilizan. Una palabra que en un momento puede ser considerada un insulto, en otro puede transformarse en un elogio, o incluso en una exclamación de júbilo o satisfacción. Esta dualidad es inherente al lenguaje humano y refleja la diversidad de nuestras emociones y experiencias.

Las lisuras también son portadoras de cultura. Encierran historias, tradiciones y valores de los pueblos que las han acuñado. Ignorarlas o rechazarlas por completo sería dar la espalda a una parte de nuestra identidad cultural que, aunque controvertida, es indiscutiblemente rica y variada. García Marquez escribió Memorias de mis putas tristes. Fernando Vallejo publicó Memorias de un hijueputa. Acá, en Perú, Fernando Ampuero hizo lo propio con Puta linda. Charles Bukowski arrasa con todos ellos con su libro de relatos La máquina de follar.  

Entonces, resumiendo, las palabras malsonantes y las lisuras son mucho más que su apariencia inicial. Son un testimonio de la complejidad del ser humano y de su capacidad para comunicar una amplia gama de sentimientos y pensamientos. Su uso, lejos de ser un mero acto de vulgaridad, es un arte que, ejecutado con pericia y sensibilidad, puede enriquecer nuestro lenguaje y nuestra interacción social.

Este será un alegato que intentará justificar y comprender el uso de las lisuras en nuestra lengua, en realidad del controvertido “hijo de puta”, pero no para promover su uso indiscriminado, sino para reconocer su valor lingüístico y cultural en los contextos adecuados.

         Mi abuelo, un hacendado de las serranías venido a pobre, no era ni autodidacta, ni carpintero, ni marxista, pero era un lisuriento que haría avergonzar, con su verborrea injuriante, al más avezado patibulario de Lurigancho. O eso me parecía a mis 8 años. Hacía un uso indiscriminado de “jijunagranputa”. Con el tiempo descubriría que era una derivación de “hijo de la gran puta”, cuya literalidad significa ser el vástago de una meretriz y eso, automáticamente, lo convertía, de acuerdo al diccionario de la Real Academia de la lengua española, en una “persona muy indeseable”.

         Creo que las puteadas que profería mi abuelo tenían más que ver con la variante peruana de esa expresión: “jijunagranputa”. O en su versión apocopada: “jijuna”. Que implica muchísimo más que una simple persona indeseable. Pues del jijunagranputa que se metía mi abuelo entendía, yo, que el blanco del insulto de marras era la persona más rastrera, la más canalla y traidora, el ser más miserable, abyecto, ruin, asqueroso y maloliente. Redomado por lo malnacido y lo malvado que es, que psicosomáticamente provoca un inmediato y espontáneo asco. Escoria de lo peor. Un verdadero hijo de puta. Esa fue la primera lección de mi infancia.

         La expresión “hijo de puta” es una de las más polémicas y complejas dentro del vasto repertorio lingüístico de los países latinoamericanos. Su uso trasciende la literalidad para convertirse en un término con una rica variedad de significados y connotaciones, que varían enormemente según el contexto y la intención del hablante.

Cierto, en su sentido más básico y literal, “hijo de puta” hace referencia a la descendencia de una prostituta. Sin embargo, esta interpretación es raramente, ni por asomo, la intención detrás de su uso en la comunicación cotidiana. En la mayoría de los casos, se emplea como un insulto para denigrar a alguien, equiparándolo con “el más ruin de los canallas” o “la persona más detestable” (véase algunos sinónimos líneas arriba). Esta aplicación del término es universalmente reconocida y comprendida en todos los países de habla hispana.

No obstante, la expresión también puede tener un matiz completamente diferente. En ciertos contextos, “hijo de puta” se utiliza como una forma de elogio o admiración hacia una persona que ha demostrado ser excepcionalmente hábil o astuta en alguna actividad. Por ejemplo, hace poco estuve de espectador en una competencia de ciclismo de enduro; en una de esas rampas, que parecía ubicada en dirección a un despeñadero de rocas filosas, un ciclista se impulsó a toda velocidad y voló veinte metros, hasta conectar con el otro extremo de la vía, y continuó deslizándose hasta la meta. Magistral. Al unísono exclamamos, varias personas, ¡¡hijo de puta!! como una forma de reconocimiento a su talento y audacia.

También la expresión puede funcionar como un término de camaradería entre amigos cercanos. En este caso, se pronuncia con un tono afectuoso y sin intención de ofender. Esto me trae a recuerdo, en los ochentas, cuando éramos felices e indocumentados, había un argentino, llamado Oswaldo, que cada vez que nos encontrábamos de tiempo en un futbolín de la Plaza de Armas del Cusco, donde rivalizábamos, me abrazaba fuertemente a la vez que me profería de un fraterno ¡hijo de puta!  Era una muestra de la confianza y la intimidad que teníamos con el gaucho. Me lo decía con afecto y cariño.

Aunque su uso ahora ya es parte del habla coloquial, la percepción como ofensiva o no, varía ampliamente. En algunos países, los tribunales han llegado a explicar que su utilización no constituye necesariamente una ofensa indemnizable. Esto se debe a que el significado de las palabras no está únicamente en su construcción semántica, sino también en la intención con la que se dicen y en la interpretación del receptor. Recordemos el famoso ¡hijo de puta! que disparó el gran Mario Vargas Llosa contra Hernando de Soto.

La evolución del lenguaje y la integración de ciertas expresiones en el habla cotidiana han llevado a un uso menos peyorativo de “hijo de puta”. En Hispanoamérica, particularmente en la zona del Caribe y América Central, ha proliferado el uso de variantes como “hijueputa” y “jue’puta”, que se han convertido en expresiones de uso coloquial, no siempre malsonante.

Esta expresión no es un invento actual, evidencia de su uso ambivalente podemos hallarla en la literatura del Siglo de Oro español, ora como ofensa, ora como encomio. Miguel de Cervantes, en el clásico de clásicos “Don Quijote de la Mancha”, utilizó nuestro celebre insulto en algunos pasajes reflejando esta dualidad:

 

-         ¡Oh hi de puta, bellaco, y cómo es católico!

-         ¿Veis ahí -dijo el del Bosque en oyendo el hi de puta de Sancho- como habéis alabado este vino llamándole hi de puta?

-         Digo -respondió Sancho- que confieso que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero, dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?

En resumidas cuentas, “hijo de puta” es una expresión que encapsula la complejidad del lenguaje humano y su capacidad para adaptarse y transformarse según las necesidades comunicativas de una sociedad. Su uso, lejos de ser unidimensional, es un reflejo de la riqueza cultural y lingüística de los países latinoamericanos, donde una misma palabra puede ser un insulto, un elogio o una muestra de afecto, dependiendo del contexto en el que se utilice.

Hecho el excurso anterior, volvamos a lo de mi amigo y su “después de todo tan hijo de puta no soy”, para que se entienda el contexto en que lo dijo.

Aquella noche, en la calidez de la cafetería, como taxónomos  expertos identificamos a los hijos de puta de toda laya, en su primera acepción como insulto por cierto: especie, género, familia, orden, clase, etcétera. Cómo sucede cuando se emite cualquier juicio de opinión, hay una carga subjetiva, por diversos motivos (alguna vez creo que ya lo expliqué con motivo del sesgo), en quien emite el veredicto.

Después de haber puesto en el asador a una variedad de especies de hijo de puta, uno de ellos el periodista que denigra su profesión, tengo para mí que el más redomado hijo de puta es el violador de menores, el pedófilo depredador sexual. Por el contrario mi amigo, juez profesional, consideraba que no. Que el más hijo de puta de todos los hijos de puta era el acosador sexual. Estuvo a punto de convencerme con el alegato que recitó: “En el vasto espectro de la conducta humana, pocas acciones son tan reprensibles como las de un acosador sexual que explota su posición de poder. Este hijo de puta, que debería ser un pilar de confianza y respeto, se convierte en el depredador más vil, aprovechándose de la vulnerabilidad y necesidad de aquellos a quienes debería proteger y apoyar. El acoso sexual en el lugar de trabajo no es solo una violación de la dignidad personal, sino también un atentado contra la integridad y la seguridad. La víctima, a menudo atrapada en una red de dependencia económica y profesional, se enfrenta a un dilema desgarrador: sufrir en silencio o arriesgar su sustento al hablar. Comparar a este hijo de puta con los canallas más ruines es quedarse corto. Mientras que un canalla puede actuar por debilidad o maldad, el acosador sexual que abusa de su poder lo hace con plena conciencia de su inmunidad y la impotencia de su víctima. Es un acto calculado, frío y despiadado, que deja cicatrices profundas en el tejido de la moralidad y la confianza. Incluso en la “Divina Comedia” de Dante, donde los círculos del infierno castigan a los pecadores según la gravedad de sus faltas, sería difícil encontrar un lugar adecuado para este hijo de puta. El abuso de poder para la gratificación sexual no solo corrompe el alma del perpetrador, sino que también erosiona la base misma de nuestra sociedad, que se sostiene en la equidad y el respeto mutuo.  Es, sin duda –remató su alegación- mucho peor que el más ruin de los canallas y no tiene cabida en ninguna sociedad que valore la dignidad y la igualdad”.

En seguida me contó que tenía juzgando un caso de acoso sexual de una dictadorzuelo de una provincia altoandina. Un hijo de puta –así se expresó rojo de indignación- que eligieron como autoridad. Que exigía sexo a cambio de trabajo a una pobre chica, la que tuvo el valor de denunciarlo. Como seguramente lo habría hechos siempre hasta que le pusieron el pare. El cabrón mandó a su mujer a llorarme. Ignora el hijo de puta –lo remarcó nuevamente deletreando silaba por silaba la frase ingrata- que el orgullo no tiene forma ni sabor, pero que es difícil de tragar. Que si se tiene que morir se tiene que morir de pie y no escudarse en las faldas de su mujer. -Se expresó tan cabreado que dije para mí que el diablo, pues no creo que Dios pueda acogerlo, se apiade del alma de ese consumado hijo de puta, porque este juez lo va a freír vivo en aceite hirviendo-.

Fue así que, antes de despedirnos, profirió, luego de contarme su aventura amorosa, su ya famoso “después de todo tan hijo de puta no soy”. 

  

 

                           Ica, 7 de junio del año 2024.







domingo, 29 de marzo de 2020

MANOS (O PIES).




Florencio Jara.

Era la primera vez que se subiría en un bus. Hasta ahora se había movilizado solamente en Taxis o en el auto familiar que conducía su madre o algunas veces Héctor, su hermano el Policía. Siempre estaban pendientes de ella. Al salir de casa caminó hasta la avenida Caminos del Inca, cerca de la Universidad Ricardo Palma. Preguntó a un vendedor de diarios qué línea debía tomar para dirigirse a San Miguel. El viejo le indicó que se dirija hasta el Puente Benavides, que por ahí pasaban todas las líneas. De camino al puente dos venezolanos, una chica y un joven, le ofrecieron refrescos de maracuyá y chicha para aplacar el infernal solazo de aquella mañana. Rechazó la oferta agradeciéndoles, aun cuando moría de ganas por llevarse una de esas botellitas heladas a los labios, intentando disimular la turbación que le producían ese tipo de situaciones, pero no le impidió preguntar una vez más dónde podía subirse a un bus que la llevara hasta San Miguel. Los extranjeros dijeron que es probable que todas las líneas pasaran por el puente Benavides, pero que lo mejor era que cogiera el bus en el paradero de Caminos del Inca, que si mal no se acordaban la línea “W” o la “25” la llevarían a su destino. Desandó las cuadras que había recorrido y en la esquina preguntó nuevamente, esta vez a dos simpáticas venezolanas que vendían chips para teléfonos celulares, y le confirmaron la información brindada por la pareja. Y ahí estaba ahora, sentada en la parte trasera de un bus de la línea “W” camino a San Miguel, recuperándose de la desazón que había significado la dificultad de pagar al conductor, en pleno movimiento, los dos Soles del pasaje. Tuvieron que transcurrir unos buenos minutos para dejar de sentir que era blanco de las miradas de los otros pasajeros. A través de la ventana la ciudad discurría, esplendorosa y animada, como en una película, sin embargo sobrepuesto al paisaje urbano el vidrio reflejaba, apenas con unos trazos no muy definidos, casi fantasmales, su bello rostro de enormes ojos. Al adivinarse en esas sutiles líneas cayó en la cuenta que realmente era atractiva como alardeaba su madre; inexplicablemente sintió fastidio y dejó que su mirada y su mente vagaran libremente. Cuando el bus enrumbó por la prolongación Huánuco, en La Victoria, la travesía se hizo lenta, minutos interminables permaneció parado, pero como no tenía ningún apuro en llegar a su destino no se incordió; tuvo ánimo, dadas las circunstancias, para sonreír con ironía y pensar que el guapo futbolista que tenían como alcalde había fracasado en su intento de ordenar el tránsito y el comercio ambulatorio en Gamarra. Todo aquel jaleo de gentes y vehículos tenía lugar alrededor de los miles de negocios textiles fundados por migrantes de la sierra, ahora muchos de ellos millonarios (no muy poco tiempo después, un maldito virus proveniente de la China pondría orden no sólo en este mercado sino en todos los del planeta). La sacó de sus abstracciones una joven venezolana que se había subido al bus y que asiento por asiento ofrecía helados de fruta; esta vez se le antojó humedecer los labios en aquellos pedazos de hielo azucarado: su afán de evitar la contrariedad pudo más que su sed. Lo que no pudo evitar es que su atención cayera en las finas y delicadas manos de la vendedora. Se trataba de las más perfectas extremidades que había visto, de largos y delgados dedos, aun cuando estuvieran algo descuidadas. Recordó la anécdota atribuida a Joyce, que según dicen le había advertido a una admiradora, antes de estrechar su mano, que aquella no solo había escrito Ulises sino que había hecho también cosas demasiado mundanas. Se quedó pensando en las lindas manos de la chica, en las inenarrables cosas que habrían hecho: asir, de pequeñita, fuertemente el dedo pulgar de su padre; jugar con los pezones de su madre o acariciarle el rostro mientras, golosa, daba cuenta de la leche materna; descubrir la picazón eléctrica por meter el dedo en huecos que no se deben; hurgarse la nariz y jugar con las costras de los mocos; embarrarse con caca en los primeros manipuleos torpes del papel higiénico; estrechar furtivamente la mano del primer enamorado, apenas apagadas las luces del cine o bajo la mesa, lejos de la vista de los demás, las primeras muestras de amor antes que el primer beso; descubrir su sexo, masajear sus turgentes tetas o los genitales del amado; puñetear, defenderse, sobretodo eso. Un venezolano, sentado en un asiento vecino, cortó sus divagaciones preguntándole si sabía dónde tenía que bajar para llegar al Hospital del Niño, sonriendo mecánicamente, como mandan las reglas sociales, contestó diciéndole que tampoco sabía, pero alguien, una venezolana entrada en años, atiborrada de bolsas de mercado, dijo donde bajarse: en el cruce de la avenida veintiocho de julio y la Brasil. En realidad conocía el Hospital del Niño, de hecho su madre siempre la llevaba, pero nunca en bus, para superar su defecto congénito con una psicóloga muy atenta y eficiente. Lo había dejado de hacer, unos años atrás, cuando ingresó a La Cato donde conoció al hijo de puta aquél. Cuando el chofer advirtió que doblaría a la izquierda por la avenida Ejército supo que debía bajarse. Caminó por el acantilado Bertolotto buscando el acceso hacia el mar. En la bajada decenas de higuerillas brotaban tozudas entre los resquicios de la arena y las piedras, como los venezolanos por todas partes. Se acordó de un cuento de Ribeyro en que el que la propagación de la higuerilla era una metáfora de la migración serrana. En la playa pedregosa empachó sus pulmones con el aire salino, el lugar estaba desierto, solo se oía el rugir de la reventazón de las olas en el lecho rocoso. Hizo caer con mucho cuidado el arma sobre las piedras, no vaya a ser que se dispare, como en esas películas surrealistas de tercera. Sentada, mientras contemplaba ahogarse al sol, herido de muerte, sus pies, que ahora parecían dos bellas manos ágiles, con pericia y delicadeza jugaban con el revólver. 

                                                                        Ica, marzo del 2020.


 Créditos: la imagen fue tomada de acá.

jueves, 7 de diciembre de 2017

Justicia Retórica y Justicia Probatoria.

Segundo Florencio Jara Peña.

Un amigo aficionado a la pelea de gallos me había invitado a un reto entre dos criadores de estos hermosos animales en la campiña iqueña. En su argot gallístico le denominaban una “chuscada”, tal vez para diferenciarla de las peleas oficiales de campeonato. Pero en realidad no se trataba de ninguna chuscada, eran ejemplares finos y aguerridos, de las más variadas razas, que aquella tarde se enfrentaron en un duelo a muerte. Se alzó con la victoria el anfitrión ganando cuatro de los siete enfrentamientos.
De regreso a la ciudad mi amigo, que había sido derrotado en el coliseo, comentaba que había sido un honor tener de juez de las peleas a uno de los más grandes criadores de gallos del Perú, no tuvo reparos en llamarlo “el científico de los gallos”. El juez –discursó- es la autoridad máxima en el ruedo desde el inicio hasta la culminación de las peleas. Sus fallos, dictados conforme a un reglamento, tienen carácter obligatorio y por lo tanto son indiscutibles e inapelables, en ningún caso dejará de dictar sentencia. Imagínese –me dijo- que los casos no contemplados en el reglamento serán resueltos por el juez en el mismo momento de producirse, aplicando elementales principios de equidad y justicia. Igual que el Juez Carhuancho –remató-.
Mientras mi amigo se rendía al sueño, producto de la comilona y el vino, yo me dejaba llevar por el sopor tratando de hallar alguna relación entre el juez de los gallos y el juez más mediático del momento, mientras en la radio, extraña coincidencia, repetían lo que habría afirmado nuestro juez de investigación preparatoria “Soy de las personas que creen más en la justicia probatoria que la justicia retórica; es decir, creo yo que se le debe dar la razón no tanto a quien habla mejor sino a quien tenga detrás de si el respaldo de las pruebas”.
Con los ojos entrecerrados hurgué en los archivos de mi memoria y parecía que nunca había leído algo como justicia retórica o justicia probatoria. De la retórica lo poco que sabía era que Aristóteles había dicho que es el arte de buscar en cualquier situación los medios de persuasión disponibles. Mas actualmente, el arte del buen decir o la técnica de expresarse de la manera adecuada para lograr la persuasión del destinatario. Arte de la argumentación, más que arte de la ornamentación o la charlatanería. Pero acerca de la “justicia probatoria”, así con nombre y apellido, nada. En un proceso penal, cuando el imputado niega el hecho o cuestiona pasajes del mismo, corresponde al Juez determinarlo a partir de la valoración de las “pruebas” actuadas en el proceso. Para emitir una condena, lo más próximo a lo justo, el Juez se vale de pruebas, de modo que lo más correcto es afirmar que las pruebas serán las que sustente una condena o una absolución y no la mera arbitrariedad de aquél. Las pruebas jamás pueden estar desligadas del proceso penal, no existirían las unas sin el otro. Entonces decir “justicia probatoria” es una tautología, como afirmar “salir afuera” lo es. Tal vez el buen juez, al que ya lo están postulando como el personaje del año, haya querido decir que sus decisiones se sustentan en las pruebas antes que en el buen decir.
Arrebujado en el cómodo asiento caí en la cuenta que, si no son todos, la gran mayoría de los jueces piensan igual que nuestro juez, incluso con el sistema acusatorio del nuevo Código Procesal Penal: que el buen decir, el discurso técnico y persuasivo, si no se sustenta en pruebas, no va con ellos. Es cierto, las técnicas de litigación oral sólo funcionan en el sistema de los jurados, por la sencilla razón de que los jueces, acá en Perú, deciden acerca del juicio de hecho y el juicio de derecho, a diferencia del sistema norteamericano en que doce profanos en derecho deciden sobre el juicio de hecho. Se me vino a la memoria una escena de la película “El Abogado del Diablo”. Kevin Lomax (interpretado por Keanu Reeves) es un abogado que va cobrando fama en un pequeño pueblo norteamericano y está en la mira de John Milton (Satanás, encarnado por Al Pacino) para hacerlo miembro de la firma. En una escena de la película Lomax contrainterroga a una niña víctima de tocamientos obscenos. Sabe Lomax que la niña ha sido ultrajada, que su cliente es un pedófilo, pero eso no le interesa, su finalidad es poner en aprietos a la pequeña, frente al jurado, y desacreditar su versión. Es un experto en litigación oral, es despiadado al contrainterrogar y culmina con un persuasivo y bien elucubrado discurso final. Lomax logra su cometido y el jurado, al fallar sobre los hechos, declara inocente a su cliente. Si trasladamos esta escena ante nuestro juez o ante cualquier juez penal nacional, que debe fallar sobre los hechos y el derecho, seguro que pedirá aclaraciones a la niña luego del riguroso contrainterrogatorio efectuado por un Lomax local, cosa que no pueden hacer los miembros del jurado; incluso si la última versión de la víctima es exculpatoria podrá valerse de la versión incriminatoria anterior, así esté plasmado en un papel o registrado en un video, cosa que tampoco pueden hacerlo los miembros de un jurado, y dictará una sentencia condenatoria, sustentada en pruebas y no en el bonito discurso del abogado del diablo. Y aún hay despistados –o tal vez avivatos- que siguen vendiendo, como la panacea para el proceso penal peruano, pasantías para “especializarse” en técnicas de litigación oral.  

Cuando me despedía del gallero pensé que tal vez, solo tal vez, a eso se haya referido el juez candidato a personaje del año cuando habría dicho que cree más en la justicia probatoria que en la justicia retórica.  


Créditos: la imagen ha sido tomada de acá.

lunes, 31 de julio de 2017

Héroes, los de ahora.

Segundo Florencio Jara Peña.

Por motivos académicos frecuentemente realizo viajes a Lima. Entre mi centro de estudios y la residencia donde me alojo por esos días atravieso, ineludiblemente, la avenida Brasil. Si de por sí el tráfico es endiablado en Lima, en el mes de julio el tráfico se pone más pesado en esta avenida; es que en las vías auxiliares se vienen levantando unas estructuras metálicas, a manera de tribunas portables, que albergarán a las miles de personas que se congregarán para presenciar la gran parada militar: la parte más vistosa y culminante de nuestras festividades por la independencia nacional. Es la fecha más propicia para recordar a nuestros héroes y aflorar nuestros sentimientos patrióticos.
No soy de las personas que gusten de este espectáculo militar, pero confieso que muchas veces he sido presa de un sentimiento inefable que hormigueaba mi pecho y que inconteniblemente pugnaban por salir condensados en goterones por mis ojos, pese a mi inútil resistencia, cuando he visto marchar gallardamente, mal trajeados, incluso en ojotitas, a muchos niñitos de la sierra alto andina, en honor a la Patria y a nuestros héroes de batallas perdidas, al compás de un huaynito cusqueño ya alambicado en una marcha militar. No sé si trataba de una cursilería mía o de un simple y puro sentimiento patriótico.
Recuerdo que años atrás un Ministro de Educación intentó erradicar, no sé si para bien o para mal, este tipo de “expresiones patrióticas” para reemplazarlas por pasacalles folclóricas. La iniciativa fracasó, julio seguirá siendo el mes de los acordes marciales en Lima como en la lejana Pampacorral, ese puntito de la sierra profunda que ni aparece en los mapas oficiales.
José Ingenieros, el médico italiano nacionalizado  argentino, al diseccionar la sociedad de su tiempo en su clásico El Hombre Mediocre (1913), autopsia social que no ha perdido vigencia, encumbraba, como los virtuosos sociales a seguir, al héroe, al genio y al santo. Definía al héroe como aquella persona que vive o muere por un ideal fecundo para el común engrandecimiento. Esta definición ha quedado corta hoy en día.
Tal vez la intención de aquel Ministro haya sido que se destierre aquella falsa creencia de que únicamente los militares pueden ser héroes. Tal vez. O tal vez porque nuestras experiencias bélicas nos llevaron al carajo a partir de nuestra era republicana y que, como dice Herbert Morote en su libro Réquiem por Perú mi Patria, “estamos llenos de monumentos a militares que perdieron guerras y no de civiles que intentaron mejorar el bienestar de la nación”. Bueno lo cierto es que no solamente las guerras nos deparan héroes y cabe preguntarse –una vez más con Morote- si “¿es más patriota el general que en su vida ha defendido al país de los fantasmas extranjeros que él mismo ha creado, o el vendedor ambulante que para ganarse un magro ingreso tiene que correr de un lado al otro todo el santo día? En todo caso serán igualmente acreedores a invocar un sentimiento patriótico, pero jamás el general tendrá más derecho para hacer lo que le salga de sus forros en nombre de la Patria que el vendedor ambulante”.(Réquiem por Perú Mi Patria, p. 58).
No es mi intención hacer escarnio del cuerpo militar, no por supuesto que no, y menos en esta fecha, convengo que si hemos perdido batallas o guerras no ha sido por falta de valor de nuestros soldados, sino debido a la mediocridad y falta de honradez de los jefes y gobernantes, si no recordemos la vergonzosa huida de Prado, Presidente del Perú, en plena guerra con Chile.
Pues bien, no solo las guerras militares pueden generar héroes,  el día a día tiene sus héroes, ya Víctor Hugo recitaba: “se hacen muchas acciones en las grandes luchas, hay muchas intrepideces obstinadas e ignoradas que se defienden palmo a palmo en la sombra contra la invasión fatal de las necesidades. Noble y misterio triunfo que ninguna mirada ve, que ninguna fama paga, que ninguna fanfarria saluda. La vida, la desgracia, la soledad, el abandono, la pobreza son campos de batalla que tienen sus héroes; héroes oscuros algunas veces más grandes que los ilustres”.
Esos chiquillos calapatas que tienen que enfrentarse a todas las adversidades antes detalladas, y en estos meses al inclemente frio de las altas punas, que marchan gallardos y risueños con los rostros quemados, son los héroes a quienes tributo mi saludo en esta fecha.



Créditos.
La imagen ha sido tomada de acá.

miércoles, 22 de marzo de 2017

DE ZURRARSE Y OTRAS EXPRESIONES.

Segundo Florencio Jara Peña.




            ¿Se han preguntado qué quiso decir la conductora de noticias por televisión Magaly Medina cuando, en vivo y en directo y a nivel nacional, dijo que se zurraba en lo que había pasado en Uruguay o en los mundiales de Fútbol, mandando al carajo así la verborrea informativa de su joven compañero?
            Muchas veces utilizamos palabras desconociendo su real significado, simplemente porque creemos que suena bonito o porque el sonido se relaciona con lo que queremos decir (bueno, la representación gráfica de lo que significa cada palabra es un proceso mental que se produce a una velocidad pasmosa en la cabeza del que habla o escribe y no pocas veces coincide con la representación que se hace el destinatario del mensaje). Esto pasa en todos los ámbitos, desde una conversación coloquial hasta la redacción de documentos judiciales, pasando por la difusión de noticias (en la web, escrita, radial o televisiva).
            El español es un idioma muy rico y amplio en matices, sería imposible exigir, a ciudadanos comunes y corrientes como nosotros, el dominio y conocimiento de todas sus reglas, pero hay algunas que no se pueden pasar por alto, sobretodo en determinados ámbitos como la prensa (en que se generan corrientes de opinión), las publicaciones literarias, científicas o jurídicas.
En fin ese es otro tema. Volviendo a lo nuestro, sucede que muchas expresiones o palabras, debido a su constante uso en un determinado contexto, significan lo que el escribidor o hablante se representa y es representado por quienes los leen o los oyen. Creo que esto puede aplicarse a nuestra palabreja: zurrar. En el Google, esa especie de Abraxas moderno, podemos encontrar numerosas páginas, incluso del DRAE, donde se definen esta palabra. Martha Hildebrandt dice “que en el Diccionario de la RealAcademia Española figuran, como usos generales, dos verbos homónimos antiguos:el transitivo zurrar, cuya acepción principal es ‘azotar como castigo’, y elpronominal zurrarse, equivalente de cagarse con el matiz de accidente o con elde temor. En líneas generales, zurrarse y cagarse son términos que pertenecenal ámbito del lenguaje familiar, popular o vulgar. Por eso llama la atenciónque en el Perú zurrarse aparezca en la portada de algún diario importante oengalane la prosa de un culto editorialista”. Entonces en Perú zurrarse significa, en una de sus acepciones, cagarse involuntariamente, accidentalmente o por temor. Ahora bien, cuando la Medina utilizó esta expresión lo hizo seguramente en la segunda acepción, pero no creo que haya querido significar que se cagaba accidentalmente o de miedo, sino que la representación mental que se hizo fue la de expeler, intencionalmente por cierto, todas sus excrecencias en los mundiales y otros eventos deportivos organizados en épocas de crisis económicas. Dicho en otros términos se cagaba en los comentarios de su compañerito de programa. Creo que los televidentes, si no son todos al menos la mayoría, entendieron lo mismo que la periodista se representó. Ese es el significado que le damos, ahora, a la palabra de marras, aún cuando en los diccionarios oficiales signifiquen otras cosas, pues parece que zurrarse suena a eso otro precisamente.  
                  Otra palabra que ha mordido mi curiosidad es convicto. Pero no sé si por las mismas razones anteriores, lo cierto es que me he tropezado, en documentos judiciales, siendo utilizada como sinónimo de confeso. Por ejemplo es un error afirmar que “el procesado se ha declarado convicto y confeso del homicidio”. El convicto es el sentenciado. Se denomina así a quién se ha probado, en un proceso penal, ser el responsable de un delito, aunque no lo haya confesado. Está estrechamente vinculada con convicción, término en torno al cual gira la valoración de las pruebas. El convicto puede ser confeso, pero el confeso no necesariamente puede ser convicto, sobre todo en nuestro sistema procesal penal en que no tiene cabida el aforismo “a confesión de parte relevo de prueba”, pues tanto el artículo 135 del Código de Procedimientos Penales, como el artículo 160 del Código Procesal Penal exigen, para que la confesión tenga eficacia, que se corrobore con otro u otros medios probatorios. Tal vez la confusión obedezca a que convicto suena a confeso.
            Tengo en mente muchísimas curiosidades similares más, pero caigo en la cuenta de que esta crónica está resultando contraproducentemente más extensa de lo previsto. Creo que puede tener cabida una última. En una audiencia en que se discutía una muerte no intencional, uno de los abogados, cuando aludía al accidente, afirmaba que el latrocinio que causó la muerte del padre de su cliente era responsabilidad de su contraparte. Utilizó esta frase, latrocinio, en diecisiete ocasiones. Sumido en el desconcierto revisé y volví a revisar el expediente, de adelante para atrás y de atrás para adelante, y no hallé ningún indicio de que el caso comprendiera un hurto, robo, timo, fraude, dolo, pillaje, rapiña, saqueo, estafa, desfalco, arrebato, saco, pillaje, presa, despojo, que son sinónimos de latrocinio. Probablemente el abogado que, de buena fe, utilizó esta frase lo hizo en la creencia que sonaba bonito o sonaba, en su representación mental, a siniestro, que sí es un término aplicable a un accidente o daño indemnizable.   

            Ica, marzo 22 del año 2017.  

Créditos:
La imagen ha sido tomada de acá.

viernes, 3 de marzo de 2017

Nostalgia por los libros de antes.


Segundo Florencio Jara Peña.

Para Analina Sánchez Moreno, una de las personas que todavía lee como antes, respetando las reglas de tránsito.




Con ocasión de un evento académico, en el que nos habíamos dado cita una generación que en promedio rayábamos la cincuentena, comentábamos la profusión de vasta bibliografía jurídica que se publica e impera en la actualidad. Alguien calificó esta efervescencia intelectual, coprolalicamente, como una diarrea intelectual. Hay una pugna entre las editoriales y revistas especializadas de publicar todo cuanto llegue a las mesas de impresión. Ahora hay mucho más acceso a la información que antes. Eso es bueno. ¿Eso es bueno? Tengo el malsano defecto de estar observándolo todo, mi curiosidad es pantagruélica. Precisamente mi curiosidad me hizo caer en la cuenta que, hoy en día, casi todos nosotros los abogados estamos suscritos a alguna revista especializada (Diálogo con la Jurisprudencia, Actualidad Penal, Gaceta Penal, Etc.) y cada cual, la una más que la otra, ofrecen de regalo una variedad de libros de las diversas especialidades jurídicas, de manera que los estantes de los jueces, secretarios, asistentes, fiscales y toda la gama ocupacional de la función del abogado, se hallan atiborrados de libros y revistas de esta laya ¡Muchos de ellos intonsos y embolsados! (lo de intonso tuve que comprobarlo desembolsando uno de estos libros por supuesto). Esto significa que ahora accedemos a más libros que antes, pero no tenemos tiempo de leerlos. No tenemos tiempo o simplemente están escritos de una forma que su lectura se hace tediosa e inextricable y no nos damos la molestia de hojearlos. En estas circunstancias la nostalgia por los libros de nuestras épocas universitarias se hace muy fuerte. Yo por ejemplo me formé con poquísimos libros de forros pringosos y hojas subrayadas de tanto uso. La Ley y el delito de Jiménez de Asúa, aquél clásico de forro de color plomo de la Editorial Sudamericana; la Teoría General del Proceso de Devis Echandía; los manuales del argentino Soler; los peruanos Domingo García Rada, Peña Cabrera (papá), Roy Freyre, Luis Bramont Arias, las primeras publicaciones de Hurtado Pozo y así por el estilo. Es difícil imaginar ejemplares de estos libros empolvándose en bolsas herméticamente selladas, como se observa ahora. Leerlos no era complicado, no exagero si digo que muchas de estas lecturas eran placenteras (hasta ahora leo con fruición el librito –con cariño- de Jiménez de Asúa), se dejaban entender, algo que es difícil hallar en las publicaciones de hoy en día.
Voy a transcribir un fragmento tomado de un libro de uno de estos prolíficos autores modernos, una especie del Stephen King del derecho peruano, obviamente no vamos a citar su nombre. Veamos: “Según el haz de derechos y garantías que se consagran en el texto ius-fundamental, todo ciudadano tiene el derecho de acudir al órgano funcionarial (judicial o administrativo), a fin de peticionar una determinada solicitud; la Ley Fundamental y la legalidad vigente, reconocen una serie de derechos subjetivos a los comunitarios, cuya cristalización y materialización requiere del amparo judicial o administrativo respectivo. A tal efecto, el ciudadano ha de encaminar su pretensión (solicitud), encauzando su petición en la vía procedimental competente; esto es, la concreción de un derecho, necesita –en no pocas ocasiones-, de la expedición de una decisión (resolución) –jurisdiccional o administrativa-, destinada a crear, extinguir o modificar un derecho”. Créanme, no es broma, este párrafo insufrible lo he transcrito de un best seller jurídico. En primer lugar no entendí ni miércoles lo que quiso decir. Si así de abstrusos son todos nuestros documentos jurídicos y judiciales, Dios nos pille confesados. En segundo lugar no hay que ser un genio para darnos cuenta que este señor ha hecho papilla las reglas más básicas de la ortografía y la gramática. En tercer lugar es una huachafería utilizar la palabra haz en el contexto del párrafo transcrito, tal como lo sería utilizar el término plexo. Voy a ahogar el tintero y no voy a ensayar ninguna hipótesis acerca de este desmadre ortográfico, no soy émulo de Martha Hildebrant, tampoco un corrector de textos o estilos, que tanta falta le hacen a los libros de nuestros juristas modernos.
Me pregunto cuál habrá sido la intención del colega aquél que calificó la sobreabundancia editorial como una diarrea intelectual. ¿La profusión de los libros publicados o la mediocre calidad de su sintaxis?
Ica, 01 de marzo del 2017.

CRÉDITOS.
La imagen ha sido tomada de acá.