Florencio Jara.
Era la primera vez
que se subiría en un bus. Hasta ahora se había movilizado solamente en Taxis o
en el auto familiar que conducía su madre o algunas veces Héctor, su hermano el
Policía. Siempre estaban pendientes de ella. Al salir de casa caminó hasta la
avenida Caminos del Inca, cerca de la Universidad Ricardo Palma. Preguntó a un
vendedor de diarios qué línea debía tomar para dirigirse a San Miguel. El viejo
le indicó que se dirija hasta el Puente Benavides, que por ahí pasaban todas
las líneas. De camino al puente dos venezolanos, una chica y un joven, le
ofrecieron refrescos de maracuyá y chicha para aplacar el infernal solazo de
aquella mañana. Rechazó la oferta agradeciéndoles, aun cuando moría de ganas
por llevarse una de esas botellitas heladas a los labios, intentando disimular
la turbación que le producían ese tipo de situaciones, pero no le impidió
preguntar una vez más dónde podía subirse a un bus que la llevara hasta San
Miguel. Los extranjeros dijeron que es probable que todas las líneas pasaran
por el puente Benavides, pero que lo mejor era que cogiera el bus en el paradero
de Caminos del Inca, que si mal no se acordaban la línea “W” o la “25” la llevarían
a su destino. Desandó las cuadras que había recorrido y en la esquina preguntó
nuevamente, esta vez a dos simpáticas venezolanas que vendían chips para teléfonos
celulares, y le confirmaron la información brindada por la pareja. Y ahí estaba
ahora, sentada en la parte trasera de un bus de la línea “W” camino a San Miguel, recuperándose de la desazón que había
significado la dificultad de pagar al conductor, en pleno movimiento, los dos Soles
del pasaje. Tuvieron que transcurrir unos buenos minutos para dejar de sentir
que era blanco de las miradas de los otros pasajeros. A través de la ventana la
ciudad discurría, esplendorosa y animada, como en una película, sin embargo
sobrepuesto al paisaje urbano el vidrio reflejaba, apenas con unos trazos no
muy definidos, casi fantasmales, su bello rostro de enormes ojos. Al adivinarse
en esas sutiles líneas cayó en la cuenta que realmente era atractiva como
alardeaba su madre; inexplicablemente sintió fastidio y dejó que su mirada y su
mente vagaran libremente. Cuando el bus enrumbó por la prolongación Huánuco, en
La Victoria, la travesía se hizo lenta, minutos interminables permaneció parado,
pero como no tenía ningún apuro en llegar a su destino no se incordió; tuvo
ánimo, dadas las circunstancias, para sonreír con ironía y pensar que el guapo
futbolista que tenían como alcalde había fracasado en su intento de ordenar el
tránsito y el comercio ambulatorio en Gamarra. Todo aquel jaleo de gentes y
vehículos tenía lugar alrededor de los miles de negocios textiles fundados por
migrantes de la sierra, ahora muchos de ellos millonarios (no muy poco tiempo
después, un maldito virus proveniente de la China pondría orden no sólo en este
mercado sino en todos los del planeta). La sacó de sus abstracciones una joven
venezolana que se había subido al bus y que asiento por asiento ofrecía helados
de fruta; esta vez se le antojó humedecer los labios en aquellos pedazos de
hielo azucarado: su afán de evitar la contrariedad pudo más que su sed. Lo que
no pudo evitar es que su atención cayera en las finas y delicadas manos de la
vendedora. Se trataba de las más perfectas extremidades que había visto, de
largos y delgados dedos, aun cuando estuvieran algo descuidadas. Recordó la
anécdota atribuida a Joyce, que según
dicen le había advertido a una admiradora, antes de estrechar su mano, que
aquella no solo había escrito Ulises
sino que había hecho también cosas demasiado mundanas. Se quedó pensando en las
lindas manos de la chica, en las inenarrables cosas que habrían hecho: asir, de
pequeñita, fuertemente el dedo pulgar de su padre; jugar con los pezones de su
madre o acariciarle el rostro mientras, golosa, daba cuenta de la leche
materna; descubrir la picazón eléctrica por meter el dedo en huecos que no se
deben; hurgarse la nariz y jugar con las costras de los mocos; embarrarse con
caca en los primeros manipuleos torpes del papel higiénico; estrechar
furtivamente la mano del primer enamorado, apenas apagadas las luces del cine o
bajo la mesa, lejos de la vista de los demás, las primeras muestras de amor
antes que el primer beso; descubrir su sexo, masajear sus turgentes tetas o los
genitales del amado; puñetear, defenderse, sobretodo eso. Un venezolano, sentado
en un asiento vecino, cortó sus divagaciones preguntándole si sabía dónde tenía
que bajar para llegar al Hospital del Niño, sonriendo mecánicamente, como
mandan las reglas sociales, contestó diciéndole que tampoco sabía, pero alguien,
una venezolana entrada en años, atiborrada de bolsas de mercado, dijo donde
bajarse: en el cruce de la avenida veintiocho de julio y la Brasil. En realidad
conocía el Hospital del Niño, de hecho su madre siempre la llevaba, pero nunca
en bus, para superar su defecto congénito con una psicóloga muy atenta y
eficiente. Lo había dejado de hacer, unos años atrás, cuando ingresó a La Cato donde conoció al hijo de puta
aquél. Cuando el chofer advirtió que doblaría a la izquierda por la avenida
Ejército supo que debía bajarse. Caminó por el acantilado Bertolotto buscando
el acceso hacia el mar. En la bajada decenas de higuerillas brotaban tozudas
entre los resquicios de la arena y las piedras, como los venezolanos por todas
partes. Se acordó de un cuento de Ribeyro en que el que la propagación de la
higuerilla era una metáfora de la migración serrana. En la playa pedregosa
empachó sus pulmones con el aire salino, el lugar estaba desierto, solo se oía
el rugir de la reventazón de las olas en el lecho rocoso. Hizo caer con mucho
cuidado el arma sobre las piedras, no vaya a ser que se dispare, como en esas
películas surrealistas de tercera. Sentada, mientras contemplaba ahogarse al
sol, herido de muerte, sus pies, que ahora parecían dos bellas manos ágiles,
con pericia y delicadeza jugaban con el revólver.
Ica,
marzo del 2020.
Créditos: la imagen fue tomada de acá.
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