Segundo Florencio Jara Peña.
Para Analina Sánchez Moreno, una de las personas que todavía lee como antes, respetando las reglas de tránsito.
Para Analina Sánchez Moreno, una de las personas que todavía lee como antes, respetando las reglas de tránsito.
Con ocasión de un evento académico, en el que nos habíamos dado cita una generación que en promedio rayábamos la cincuentena, comentábamos la profusión de vasta bibliografía jurídica que se publica e impera en la actualidad. Alguien calificó esta efervescencia intelectual, coprolalicamente, como una diarrea intelectual. Hay una pugna entre las editoriales y revistas especializadas de publicar todo cuanto llegue a las mesas de impresión. Ahora hay mucho más acceso a la información que antes. Eso es bueno. ¿Eso es bueno? Tengo el malsano defecto de estar observándolo todo, mi curiosidad es pantagruélica. Precisamente mi curiosidad me hizo caer en la cuenta que, hoy en día, casi todos nosotros los abogados estamos suscritos a alguna revista especializada (Diálogo con la Jurisprudencia, Actualidad Penal, Gaceta Penal, Etc.) y cada cual, la una más que la otra, ofrecen de regalo una variedad de libros de las diversas especialidades jurídicas, de manera que los estantes de los jueces, secretarios, asistentes, fiscales y toda la gama ocupacional de la función del abogado, se hallan atiborrados de libros y revistas de esta laya ¡Muchos de ellos intonsos y embolsados! (lo de intonso tuve que comprobarlo desembolsando uno de estos libros por supuesto). Esto significa que ahora accedemos a más libros que antes, pero no tenemos tiempo de leerlos. No tenemos tiempo o simplemente están escritos de una forma que su lectura se hace tediosa e inextricable y no nos damos la molestia de hojearlos. En estas circunstancias la nostalgia por los libros de nuestras épocas universitarias se hace muy fuerte. Yo por ejemplo me formé con poquísimos libros de forros pringosos y hojas subrayadas de tanto uso. La Ley y el delito de Jiménez de Asúa, aquél clásico de forro de color plomo de la Editorial Sudamericana; la Teoría General del Proceso de Devis Echandía; los manuales del argentino Soler; los peruanos Domingo García Rada, Peña Cabrera (papá), Roy Freyre, Luis Bramont Arias, las primeras publicaciones de Hurtado Pozo y así por el estilo. Es difícil imaginar ejemplares de estos libros empolvándose en bolsas herméticamente selladas, como se observa ahora. Leerlos no era complicado, no exagero si digo que muchas de estas lecturas eran placenteras (hasta ahora leo con fruición el librito –con cariño- de Jiménez de Asúa), se dejaban entender, algo que es difícil hallar en las publicaciones de hoy en día.
Voy a transcribir un fragmento
tomado de un libro de uno de estos prolíficos autores modernos, una especie del
Stephen King del derecho peruano, obviamente no vamos a citar su nombre. Veamos:
“Según el haz de derechos y garantías que
se consagran en el texto ius-fundamental, todo ciudadano tiene el derecho de
acudir al órgano funcionarial (judicial o administrativo), a fin de peticionar
una determinada solicitud; la Ley Fundamental y la legalidad vigente, reconocen
una serie de derechos subjetivos a los comunitarios, cuya cristalización y
materialización requiere del amparo judicial o administrativo respectivo. A tal
efecto, el ciudadano ha de encaminar su pretensión (solicitud), encauzando su
petición en la vía procedimental competente; esto es, la concreción de un
derecho, necesita –en no pocas ocasiones-, de la expedición de una decisión
(resolución) –jurisdiccional o administrativa-, destinada a crear, extinguir o
modificar un derecho”. Créanme, no es broma, este párrafo insufrible lo he
transcrito de un best seller
jurídico. En primer lugar no entendí ni miércoles lo que quiso decir. Si así
de abstrusos son todos nuestros documentos jurídicos y judiciales, Dios nos
pille confesados. En segundo lugar no hay que ser un genio para darnos cuenta
que este señor ha hecho papilla las reglas más básicas de la ortografía y la
gramática. En tercer lugar es una huachafería utilizar la palabra haz en el contexto del párrafo
transcrito, tal como lo sería utilizar el término plexo. Voy a ahogar el tintero y no voy a ensayar ninguna hipótesis
acerca de este desmadre ortográfico, no soy émulo de Martha Hildebrant, tampoco
un corrector de textos o estilos, que tanta falta le hacen a los libros de
nuestros juristas modernos.
Me pregunto cuál habrá sido la
intención del colega aquél que calificó la sobreabundancia editorial como una
diarrea intelectual. ¿La profusión de los libros publicados o la mediocre calidad
de su sintaxis?
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