Segundo Florencio Jara
Peña.
Un amigo aficionado a
la pelea de gallos me había invitado a un reto entre dos criadores de estos
hermosos animales en la campiña iqueña. En su argot gallístico le denominaban
una “chuscada”, tal vez para diferenciarla de las peleas oficiales de
campeonato. Pero en realidad no se trataba de ninguna chuscada, eran ejemplares
finos y aguerridos, de las más variadas razas, que aquella tarde se enfrentaron
en un duelo a muerte. Se alzó con la victoria el anfitrión ganando cuatro de
los siete enfrentamientos.
De regreso a la ciudad
mi amigo, que había sido derrotado en el coliseo, comentaba que había sido un
honor tener de juez de las peleas a uno de los más grandes criadores de gallos
del Perú, no tuvo reparos en llamarlo “el científico de los gallos”. El juez
–discursó- es la autoridad máxima en el ruedo desde el inicio hasta la culminación
de las peleas. Sus fallos, dictados conforme a un reglamento, tienen carácter
obligatorio y por lo tanto son indiscutibles e inapelables, en ningún caso
dejará de dictar sentencia. Imagínese –me dijo- que los casos no contemplados
en el reglamento serán resueltos por el juez en el mismo momento de producirse,
aplicando elementales principios de equidad y justicia. Igual que el Juez
Carhuancho –remató-.
Mientras mi amigo se
rendía al sueño, producto de la comilona y el vino, yo me dejaba llevar por el
sopor tratando de hallar alguna relación entre el juez de los gallos y el juez
más mediático del momento, mientras en la radio, extraña coincidencia, repetían
lo que habría afirmado nuestro juez de investigación preparatoria “Soy de las personas que creen más en la
justicia probatoria que la justicia retórica; es decir, creo yo que se le debe
dar la razón no tanto a quien habla mejor sino a quien tenga detrás de si el
respaldo de las pruebas”.
Con los ojos
entrecerrados hurgué en los archivos de mi memoria y parecía que nunca había
leído algo como justicia retórica o justicia probatoria. De la retórica lo poco
que sabía era que Aristóteles había dicho que es el arte de buscar en cualquier
situación los medios de persuasión disponibles. Mas actualmente, el arte del
buen decir o la técnica de expresarse de la manera adecuada para lograr la
persuasión del destinatario. Arte de la argumentación, más que arte de la
ornamentación o la charlatanería. Pero acerca de la “justicia probatoria”, así
con nombre y apellido, nada. En un proceso penal, cuando el imputado niega el
hecho o cuestiona pasajes del mismo, corresponde al Juez determinarlo a partir
de la valoración de las “pruebas” actuadas en el proceso. Para emitir una
condena, lo más próximo a lo justo, el Juez se vale de pruebas, de modo que lo
más correcto es afirmar que las pruebas serán las que sustente una condena o
una absolución y no la mera arbitrariedad de aquél. Las pruebas jamás pueden
estar desligadas del proceso penal, no existirían las unas sin el otro.
Entonces decir “justicia probatoria” es una tautología, como afirmar “salir
afuera” lo es. Tal vez el buen juez, al que ya lo están postulando como el
personaje del año, haya querido decir que sus decisiones se sustentan en las
pruebas antes que en el buen decir.
Arrebujado en el cómodo
asiento caí en la cuenta que, si no son todos, la gran mayoría de los jueces
piensan igual que nuestro juez, incluso con el sistema acusatorio del nuevo
Código Procesal Penal: que el buen decir, el discurso técnico y persuasivo, si
no se sustenta en pruebas, no va con ellos. Es cierto, las técnicas de
litigación oral sólo funcionan en el sistema de los jurados, por la sencilla
razón de que los jueces, acá en Perú, deciden acerca del juicio de hecho y el
juicio de derecho, a diferencia del sistema norteamericano en que doce profanos
en derecho deciden sobre el juicio de hecho. Se me vino a la memoria una escena
de la película “El Abogado del Diablo”. Kevin Lomax (interpretado por Keanu
Reeves) es un abogado que va cobrando fama en un pequeño pueblo norteamericano
y está en la mira de John Milton (Satanás, encarnado por Al Pacino) para
hacerlo miembro de la firma. En una escena de la película Lomax contrainterroga
a una niña víctima de tocamientos obscenos. Sabe Lomax que la niña ha sido
ultrajada, que su cliente es un pedófilo, pero eso no le interesa, su finalidad
es poner en aprietos a la pequeña, frente al jurado, y desacreditar su versión.
Es un experto en litigación oral, es despiadado al contrainterrogar y culmina
con un persuasivo y bien elucubrado discurso final. Lomax logra su cometido y
el jurado, al fallar sobre los hechos, declara inocente a su cliente. Si
trasladamos esta escena ante nuestro juez o ante cualquier juez penal nacional,
que debe fallar sobre los hechos y el derecho, seguro que pedirá aclaraciones a
la niña luego del riguroso contrainterrogatorio efectuado por un Lomax local,
cosa que no pueden hacer los miembros del jurado; incluso si la última versión
de la víctima es exculpatoria podrá valerse de la versión incriminatoria
anterior, así esté plasmado en un papel o registrado en un video, cosa que
tampoco pueden hacerlo los miembros de un jurado, y dictará una sentencia
condenatoria, sustentada en pruebas y no en el bonito discurso del abogado del
diablo. Y aún hay despistados –o tal vez avivatos- que siguen vendiendo, como
la panacea para el proceso penal peruano, pasantías para “especializarse” en
técnicas de litigación oral.
Cuando me despedía del
gallero pensé que tal vez, solo tal vez, a eso se haya referido el juez
candidato a personaje del año cuando habría dicho que cree más en la justicia
probatoria que en la justicia retórica.
Créditos: la imagen ha sido tomada de acá.
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