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jueves, 10 de junio de 2010

¿CRISIS EN EL SISTEMA DE ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA O CRISIS DE LA ABOGACÍA?

Este artículo ha sido transcrito literalmente de la Revista del Consejo Nacional de la Magistratura ver mas detalles:

Referencia bibliográfica: Jara Peña, Florencio: “¿Crisis en el sistema de administración de justicia o crisis de la abogacía?”; en Revista del Consejo Nacional de la Magistratura, Lima, año 1 N° 3, noviembre 2008; reproducido en Agenda Magna el 3 de marzo de 2009.


Por Florencio Jara Peña.
Vocal Superior de Apurímac.


I. Introducción.

El tema es recurrente. El tema a todas luces no es novedoso, es algo casi habitual no solo en los foros y círculos académicos, sino también en las conversaciones del profano, del ciudadano de la calle, y esta crisis, quiérase o no, se refleja necesariamente en la tan voceada crisis de la administración de justicia.
Hace ya un buen tiempo atrás los diversos Colegios de Abogados del país, a solicitud del Consejo Nacional de la Magistratura, realizaron un referéndum para evaluar algunas variables en el desempeño funcional de los magistrados del Poder Judicial y del Ministerio Público (probidad, calidad de las resoluciones, trato a los litigantes, etcétera). Los Abogados que ejercen libremente la profesión son los peores críticos del sistema, como si ellos estarían al margen de el. No esta por demás decir cuales han sido los resultados de aquellas evaluaciones: catastróficas. Este ensayo no pretende justificar el resultado de aquella consulta, nada de eso, antes bien enfatizar eso si, que los Abogados tenemos mucho que ver con este estado de cosas imperantes en la actualidad: pues los Abogados somos Jueces, Fiscales, Asesores Legales de los diversos poderes del Estado, somos un gremio profesional influyente en la vida social y política de un país (el actual presidente García Pérez es Abogado); entonces si se admite que hay una crisis en la administración de justicia, necesariamente tenemos que aceptar que la Abogacía está en crisis (y viceversa). La crisis actual puede tener como fuente de origen diversas causas que este espacio resultaría muy reducido para querer abarcarlas todas, son muchas las aristas para abordar el tema. Por ejemplo desde los predios de la moral o la ética o de la formación profesional y así por el estilo, dependiendo del punto de vista del autor o la inquietud de la persona que se ocupe de este tema.


II. Formación profesional del abogado

La formación profesional del Abogado, este es el objeto del presente comentario.
A mediados del mes de mayo del año 2007, tuvo lugar en la ciudad de Lima la Junta de Decanos de los Colegios de Abogados del Perú, a cuya conclusión suscribieron la denominada «Declaración de Lima 2007», uno de cuyos acuerdos para «recuperar el prestigio de la profesión legal e imprimir mayores rigores en la formación jurídica, la junta de Decanos de los Colegios de Abogados del Perú instó a la Asamblea Nacional de Rectores y al Congreso de la República para que prohíban la creación de filiales de universidades en otras ciudades, actuando al margen de la Ley» (sic). Los Decanos habían caído en la cuenta de un fenómeno que hacía tiempo se pregonaban en plazas y calles: la masificación de las Facultades de Derecho en el Perú terminó echando por los suelos el endeble prestigio del Abogado Peruano. Es cierto, la ampliación de estos centros de estudios, aún cuando se haya desnaturalizado sus verdaderos fines, implicaba asumir riesgos, sobre todo, y el mas principal, la devaluación de la profesión. Aplicando a nuestra realidad profesional una ley de las ciencias económicas (a mayor oferta abaratamiento del precio), se podría afirmar que para que la Abogacía goce de la reputación de antaño, sería menester que se limite el número de estudiantes en la etapa formativa.
Pero, la cantidad no es el único problema, también lo es la calidad de la educación superior, algo sobre la cual no se han pronunciado nuestros decanos. En el Perú, manifestó José Hurtado Pozo, «no se forman abogados. Se transmiten, mal que bien, conocimientos sobre el derecho y, de manera incipiente y deficiente, a aplicarlo». Juan Monroy Gálvez, citado por Miguel Torres Méndez, ha manifestado lo siguiente: «Los estudios jurídicos en el Perú republicano -sobre todo del siglo XX- han estado teñidos de dos rasgos fundamentales: a) por un lado un arraigado y extremo positivismo ha reducido la actividad jurídica a un simple aprendizaje y aplicación de un listado memorístico de enunciados normativos, complementado por su eventual interpretación (…). b) Por otro, el derecho nacional acusa una limitación aún más severa: su aislamiento científico (…)».

Ese es el diagnóstico de nuestra realidad, siendo esto así no debería sorprendernos la forma como se ejerce la profesión, desde la defensa libre hasta las diversas funciones en la administración de Justicia, pasando, por supuesto, por la burocracia estatal asentada en los diferentes poderes del estado: deficientemente.

Los Abogados somos, casi siempre, repetidores fríos de las Leyes (positivistas a ultranza, cuya cultura nos hace impermeables a nuevas corrientes doctrinarias por ejemplo el Neo Constitucionalismo), sin margen para el sentido común o buen sentido, con casi nada de sindéresis. Dentro de este sistema en los centros de formación profesional (pre grado o post grado) se van transmitiendo, repitiendo aquél viejo resabio, como una letanía vaciada de convicción, a los futuros abogados, como estos lo harán a su vez a las venideras generaciones, y así sucesivamente como una cadena ad infinitum. Esto no es impedimento para que muchos se coronen con el éxito económico bajo estas nuevas reglas de juego, claro que sí, incluso como autores profusamente divulgados, pero lo cierto es que el Abogado ha dejado de ser hace mucho tiempo el intelectual, en el cabal sentido de esta palabra, que antes fuera: probo, diligente, estudioso, culto, versado (claro que había excepciones a esta regla, pero ahora la excepción es regla, es decir el culto, el versado, el diligente son los lunares del gremio). No le faltó razón a nuestro más claro representante vivo de nuestras letras: Mario Vargas Llosa, cuando afirmó que el intelectual en América Latina era una especie en extinción, aún cuando se refería a los escritores. Repárese que no nos estamos refiriendo a los Juristas, a los versados en la erudición del Derecho y en la crítica de los Códigos o la Filosofía del Derecho, aquellos a quiénes, metafóricamente hablando, se les presento Themis completamente desnuda para seducirlos y finalmente hacerles perder la razón entregándose en cuerpo y alma al estudio del Derecho. No, claro que no, de esos ya no existen sino algunos pocos o tal vez ninguno. Nos referimos al Abogado común y corriente, al que ejerce libremente la defensa, al asesor de una entidad pública, al Juez, al Fiscal, son todos ellos que están sumidos en la crisis actual, que para la opinión pública lo mas resaltante y clamoroso es la corrupción.

Frente a esto, la corrupción, quizás se deba incidir en aumentar desde la etapa formativa las exigencias éticas de los futuros abogados, cuando no de los futuros magistrados. Aunque desde nuestro punto de vista personal esto no ayudaría sino en algunos pocos casos, ya que «se es o no se es» (corrupto), es como una estirpe a la que cada ser humano pertenece, pues no creemos en la corrupción adquirida (el que se contamina con la corrupción en el trajín del diario vivir, es debido a su flaqueza moral que ya llevaba consigo el germen infecto). Tampoco una buena formación profesional es garantía de que la venalidad ha sido desterrada del todo. Pero por ahí: la ética, la moral, la corrupción no va este trabajo, sino el de resaltar la mediocridad y pobreza intelectual al que se ha visto reducido el abogado en la actualidad.
El Abogado por antonomasia es un profesional versado en letras (no en vano una de las sinonimias de esta palabra es «letrado»), esto qué implica, que no solo pues es un receptáculo ciego o archivo de todas las leyes de un estado, que las irá repitiendo en sus peroratas, escritos, resoluciones, dictámenes o libros que publique, sino que esta referido a que debe poseer por lo menos un modesto acervo cultural que abarquen conocimientos, aún cuando estos sean precarios, de filosofía, antropología, sociología, psicología, historia, literatura, etcétera, sin embargo es raro encontrarse ahora con estos «letrados». Pero qué podría esperarse como fruto de aquellos Abogados que han elegido la profesión por expectativas meramente económicas o simplemente por no perder el tiempo, que en su vida universitaria han aprobado únicamente las materias semestrales para pasar de año, en las que nunca se ha fomentado el hábito de la lectura (hábito que en la actualidad es una virtud de unos pocos), mucho menos el hábito del estudio o de la investigación: simplemente mediocridad intelectual (que se trasunta en la baja calidad de los escritos, opiniones, dictámenes o resoluciones judiciales). Esta afirmación es válida tanto para la carrera de pre grado como en el post grado. Así es, quién se sienta atraído por el estudio del Derecho y sea intelectualmente honesto siente una enorme decepción de los estudios de post grado: se rompe aquél mito de que en estas instancias académicas se forjan los grandes juristas o aparezcan de pronto algunas luminarias bajo cuya luz se formen discípulos que sigan los resplandores del conocimiento, se llega a descubrir que nada de eso resultaba siendo cierto. Se han desnaturalizado tanto estos estudios superiores, además de haberse masificado (como las facultades de derecho), que existen muchos Abogados en cuyas paredes penden atiborrados títulos y distinciones de esta índole, que ya no hay espacio para otros mas, pero que exudan por todos sus poros una mediocridad intelectual que abruma. Obviamente toda regla tiene su excepción, ya lo dijimos anteriormente. Y debe haberlas también en este caso. Pero, si esto sucede con el grueso de los Abogados que han culminado estudios de post grado, entonces que se puede esperar de los demás Abogados: esa es la punta de la madeja de la crisis de la Abogacía, que si seguimos corriendo el ovillo nos conducirá inevitablemente también a la crisis en el sistema de justicia, porque ese Abogado deficientemente formado, sin hábitos de lectura ni de estudio, puede bien (o mal) resultar siendo un Juez o un Fiscal.
No se puede concebir a un Abogado, que se precie de ser un letrado, que, además de sus textos legales o jurídicos, no se ilustre leyendo un buen libro de cuando en vez, en cualquiera de las manifestaciones culturales según su afinidad: dime que lees y te diré quién eres. Cobra actual vigencia lo afirmado por el más insigne de nuestros ácratas Manuel Gonzáles Prada: «no saber sino Códigos, es muy pobre saber».
Tal vez las expresiones anteriores por ser sinceras parezcan duras: en tiempos de hipocresía cualquier sinceridad parece cinismo.
Lo anterior es solo una pequeña arista de la compleja crisis en la que estamos empantanados los Abogados, pero somos conscientes también que incidir en la sola formación profesional no es la panacea para estos males, pues son muchos los factores que confluyen en la llamada crisis de la administración de justicia, sin embargo podría comenzarse presionando al Congreso y la Asamblea Nacional de Rectores, a través de los canales correspondientes, para que se prohíba la creación de nuevas filiales universitarias, máxime de nuevas facultades de Derecho, limitar las vacantes para el estudio de la Abogacía, re estructuración curricular de los estudios de pre grado, entre otras medidas (la experiencia de la evaluación al profesorado peruano es un buen ejemplo a seguir para intentar mejorar la formación profesional del Abogado).

BIBLIOGRAFÍA.

Hurtado Pozo, José. Algunas reflexiones sobre la formación de Abogados. Página web de la Universidad de Fribourg, Suiza.

Torres Méndez, Miguel. Contra el ignorante y decadente positivismo como único instrumento para el estudio y aplicación del Derecho. Diálogo con la Jurisprudencia N° 100. Pág. 368.

CREDITOS:
La imagen ha sido tomada de acá:


http://cms7.blogia.com/blogs/l/la/lap/lapoesianosevende/upload/20080331034445-abogado.jpg

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