Cajón de sastre.
Hijos
de puta.
Segundo Florencio Jara
Peña.
“(…)
Y mi abuelo, campesino de Almería trasplantado a la Pampa por hambre, pastor de
cabras que había aprendido a leer por su cuenta mientras descubría el secreto
de las vetas de la maderas, marxista autodidacta y dialogante, me dio esa noche
la mayor lección de sabiduría de toda mi vida:
- Un gusano se puede transformar en
mariposa –dijo el abuelo-. Pero un hijo de puta será siempre un hijo de puta.”
(Rayos X, Carlos Salem. Tropo Editores).
Una crónica mía publicada en un diario nacional (La Opinión
de Ica del 16 de abril del 2024), donde relataba la aventura amorosa de un amigo, terminaba así: “después de todo tan hijo de puta no soy”.
(Jueces con sesgos machistas).
Aun cuando supuse que el diario tenía un estilo conservador,
pero el contexto del relato hizo que me tomara esa liberalidad y recurriera a
la palabra más malsonante de nuestro idioma castellano.
El
castellano debe ser uno de los idiomas que dispone de un grandísimo número de
expresiones insultantes, ofensivas, soeces y escatológicas, superior, de lejos,
a cualquier otro idioma en el mundo.
No soy lingüista, pero creo que tan célebre afrenta verbal
merece un ensayo propio.
En
el vasto universo de la lengua española, las palabras adquieren múltiples
matices y significados que trascienden su uso original. A menudo, las
expresiones malsonantes o lisuras, que a primera vista parecen ser meramente
ofensivas, encierran en su seno una riqueza lingüística y cultural que merece
ser explorada y comprendida en toda su complejidad. Las palabras, como
entidades vivas que son, evolucionan y se adaptan a los contextos en los que se
utilizan. Una palabra que en un momento puede ser considerada un insulto, en
otro puede transformarse en un elogio, o incluso en una exclamación de júbilo o
satisfacción. Esta dualidad es inherente al lenguaje humano y refleja la
diversidad de nuestras emociones y experiencias.
Las
lisuras también son portadoras de cultura. Encierran historias, tradiciones y
valores de los pueblos que las han acuñado. Ignorarlas o rechazarlas por
completo sería dar la espalda a una parte de nuestra identidad cultural que,
aunque controvertida, es indiscutiblemente rica y variada. García Marquez
escribió Memorias de mis putas tristes.
Fernando Vallejo publicó Memorias de
un hijueputa. Acá, en Perú, Fernando Ampuero hizo lo propio con Puta linda. Charles Bukowski
arrasa con todos ellos con su libro de relatos La máquina de follar.
Entonces,
resumiendo, las palabras malsonantes y las lisuras son mucho más que su
apariencia inicial. Son un testimonio de la complejidad del ser humano y de su
capacidad para comunicar una amplia gama de sentimientos y pensamientos. Su
uso, lejos de ser un mero acto de vulgaridad, es un arte que, ejecutado con
pericia y sensibilidad, puede enriquecer nuestro lenguaje y nuestra interacción
social.
Este
será un alegato que intentará justificar y comprender el uso de las lisuras en
nuestra lengua, en realidad del controvertido “hijo de puta”, pero no para
promover su uso indiscriminado, sino para reconocer su valor lingüístico y
cultural en los contextos adecuados.
Mi abuelo, un hacendado de las serranías venido a pobre, no
era ni autodidacta, ni carpintero, ni marxista, pero era un lisuriento que
haría avergonzar, con su verborrea injuriante, al más avezado patibulario de
Lurigancho. O eso me parecía a mis 8 años. Hacía un uso indiscriminado de
“jijunagranputa”. Con el tiempo descubriría que era una derivación de “hijo de
la gran puta”, cuya literalidad significa ser el vástago de una meretriz y eso,
automáticamente, lo convertía, de acuerdo al diccionario de la Real Academia de
la lengua española, en una “persona muy
indeseable”.
Creo que las puteadas que profería mi abuelo tenían más que
ver con la variante peruana de esa expresión: “jijunagranputa”. O en su versión
apocopada: “jijuna”. Que implica muchísimo más que una simple persona
indeseable. Pues del jijunagranputa que se metía mi abuelo
entendía, yo, que el blanco del insulto de marras era la persona más rastrera,
la más canalla y traidora, el ser más miserable, abyecto, ruin, asqueroso y
maloliente. Redomado por lo malnacido y lo malvado que es, que psicosomáticamente
provoca un inmediato y espontáneo asco. Escoria de lo peor. Un verdadero hijo
de puta. Esa fue la primera lección de mi infancia.
La expresión “hijo de puta” es una de las más polémicas y
complejas dentro del vasto repertorio lingüístico de los países
latinoamericanos. Su uso trasciende la literalidad para convertirse en un
término con una rica variedad de significados y connotaciones, que varían
enormemente según el contexto y la intención del hablante.
Cierto,
en su sentido más básico y literal, “hijo de puta” hace referencia a la
descendencia de una prostituta. Sin embargo, esta interpretación es raramente,
ni por asomo, la intención detrás de su uso en la comunicación cotidiana. En la
mayoría de los casos, se emplea como un insulto para denigrar a alguien,
equiparándolo con “el más ruin de los canallas” o “la persona más detestable”
(véase algunos sinónimos líneas arriba). Esta aplicación del término es
universalmente reconocida y comprendida en todos los países de habla hispana.
No
obstante, la expresión también puede tener un matiz completamente diferente. En
ciertos contextos, “hijo de puta” se utiliza como una forma de elogio o
admiración hacia una persona que ha demostrado ser excepcionalmente hábil o
astuta en alguna actividad. Por ejemplo, hace poco estuve de espectador en una
competencia de ciclismo de enduro; en una de esas rampas, que parecía ubicada
en dirección a un despeñadero de rocas filosas, un ciclista se impulsó a toda
velocidad y voló veinte metros, hasta conectar con el otro extremo de la vía, y
continuó deslizándose hasta la meta. Magistral. Al unísono exclamamos, varias
personas, ¡¡hijo de puta!! como una forma de reconocimiento a su talento y
audacia.
También
la expresión puede funcionar como un término de camaradería entre amigos
cercanos. En este caso, se pronuncia con un tono afectuoso y sin intención de
ofender. Esto me trae a recuerdo, en los ochentas, cuando éramos felices e
indocumentados, había un argentino, llamado Oswaldo, que cada vez que nos
encontrábamos de tiempo en un futbolín de la Plaza de Armas del Cusco, donde
rivalizábamos, me abrazaba fuertemente a la vez que me profería de un fraterno
¡hijo de puta! Era una muestra de la
confianza y la intimidad que teníamos con el gaucho. Me lo decía con afecto y
cariño.
Aunque
su uso ahora ya es parte del habla coloquial, la percepción como ofensiva o no,
varía ampliamente. En algunos países, los tribunales han llegado a explicar que
su utilización no constituye necesariamente una ofensa indemnizable. Esto se
debe a que el significado de las palabras no está únicamente en su construcción
semántica, sino también en la intención con la que se dicen y en la
interpretación del receptor. Recordemos el famoso ¡hijo de puta! que disparó el
gran Mario Vargas Llosa contra Hernando de Soto.
La
evolución del lenguaje y la integración de ciertas expresiones en el habla
cotidiana han llevado a un uso menos peyorativo de “hijo de puta”. En
Hispanoamérica, particularmente en la zona del Caribe y América Central, ha
proliferado el uso de variantes como “hijueputa” y “jue’puta”, que se han
convertido en expresiones de uso coloquial, no siempre malsonante.
Esta
expresión no es un invento actual, evidencia de su uso ambivalente podemos
hallarla en la literatura del Siglo de Oro español, ora como ofensa, ora como
encomio. Miguel de Cervantes, en el clásico de clásicos “Don Quijote de la
Mancha”, utilizó nuestro celebre insulto en algunos pasajes reflejando esta
dualidad:
- ¡Oh hi de puta, bellaco, y cómo es
católico!
- ¿Veis ahí -dijo el del Bosque en oyendo
el hi de puta de Sancho- como habéis alabado este vino llamándole hi de puta?
- Digo -respondió Sancho- que confieso
que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del
entendimiento de alabarle. Pero, dígame, señor, por el siglo de lo que más
quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?
En
resumidas cuentas, “hijo de puta” es una expresión que encapsula la complejidad
del lenguaje humano y su capacidad para adaptarse y transformarse según las
necesidades comunicativas de una sociedad. Su uso, lejos de ser unidimensional,
es un reflejo de la riqueza cultural y lingüística de los países
latinoamericanos, donde una misma palabra puede ser un insulto, un elogio o una
muestra de afecto, dependiendo del contexto en el que se utilice.
Hecho
el excurso anterior, volvamos a lo de mi amigo y su “después de todo tan hijo de puta no soy”, para que se entienda el
contexto en que lo dijo.
Aquella
noche, en la calidez de la cafetería, como taxónomos expertos identificamos a los hijos de puta de
toda laya, en su primera acepción como insulto por cierto: especie, género,
familia, orden, clase, etcétera. Cómo sucede cuando se emite cualquier juicio
de opinión, hay una carga subjetiva, por diversos motivos (alguna vez creo que
ya lo expliqué con motivo del sesgo), en quien emite el veredicto.
Después
de haber puesto en el asador a una variedad de especies de hijo de puta, uno de
ellos el periodista que denigra su profesión, tengo para mí que el más redomado
hijo de puta es el violador de menores, el pedófilo depredador sexual. Por el
contrario mi amigo, juez profesional, consideraba que no. Que el más hijo de
puta de todos los hijos de puta era el acosador sexual. Estuvo a punto de
convencerme con el alegato que recitó: “En
el vasto espectro de la conducta humana, pocas acciones son tan reprensibles
como las de un acosador sexual que explota su posición de poder. Este hijo de
puta, que debería ser un pilar de confianza y respeto, se convierte en el
depredador más vil, aprovechándose de la vulnerabilidad y necesidad de aquellos
a quienes debería proteger y apoyar. El acoso sexual en el lugar de trabajo no
es solo una violación de la dignidad personal, sino también un atentado contra
la integridad y la seguridad. La víctima, a menudo atrapada en una red de
dependencia económica y profesional, se enfrenta a un dilema desgarrador:
sufrir en silencio o arriesgar su sustento al hablar. Comparar a este hijo de
puta con los canallas más ruines es quedarse corto. Mientras que un canalla
puede actuar por debilidad o maldad, el acosador sexual que abusa de su poder
lo hace con plena conciencia de su inmunidad y la impotencia de su víctima. Es
un acto calculado, frío y despiadado, que deja cicatrices profundas en el
tejido de la moralidad y la confianza. Incluso en la “Divina Comedia” de Dante,
donde los círculos del infierno castigan a los pecadores según la gravedad de
sus faltas, sería difícil encontrar un lugar adecuado para este hijo de puta.
El abuso de poder para la gratificación sexual no solo corrompe el alma del
perpetrador, sino que también erosiona la base misma de nuestra sociedad, que
se sostiene en la equidad y el respeto mutuo.
Es, sin duda –remató su alegación- mucho peor que el más ruin de los
canallas y no tiene cabida en ninguna sociedad que valore la dignidad y la
igualdad”.
En
seguida me contó que tenía juzgando un caso de acoso sexual de una
dictadorzuelo de una provincia altoandina. Un hijo de puta –así se expresó rojo
de indignación- que eligieron como autoridad. Que exigía sexo a cambio de
trabajo a una pobre chica, la que tuvo el valor de denunciarlo. Como seguramente
lo habría hechos siempre hasta que le pusieron el pare. El cabrón mandó a su
mujer a llorarme. Ignora el hijo de puta –lo remarcó nuevamente deletreando
silaba por silaba la frase ingrata- que el orgullo no tiene forma ni sabor,
pero que es difícil de tragar. Que si se tiene que morir se tiene que morir de
pie y no escudarse en las faldas de su mujer. -Se expresó tan cabreado que dije
para mí que el diablo, pues no creo que Dios pueda acogerlo, se apiade del alma
de ese consumado hijo de puta, porque este juez lo va a freír vivo en aceite
hirviendo-.
Fue
así que, antes de despedirnos, profirió, luego de contarme su aventura amorosa,
su ya famoso “después de todo tan hijo de
puta no soy”.
Ica, 7 de junio del año 2024.