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miércoles, 7 de agosto de 2024

Realismo Mágico, a propósito del Manifiesto del Partido Comunista.

 

CAJÓN DE SASTRE.

Realismo Mágico, a propósito del Manifiesto del Partido Comunista.

 

Segundo Florencio Jara Peña. 

 

Soy un comprador compulsivo. 

Soy un comprador compulsivo de libros. De hecho mi capacidad de adquisición de libros ha rebasado sideralmente a mi capacidad lectora. Tengo en lista de espera, pendientes de leer, más de 80 libros. Aun así, si me encuentro en una feria de libro, librería de viejo o cualquier librería, termino comprando más. “Compro más libros de los que puedo leer, porque me gusta la idea de que están allí, esperando por mí, y porque me gusta la sensación de que tengo una reserva de conocimiento y placer a mi disposición”. Lo dijo Umberto Eco un grandísimo lector y redomado coleccionista de libros, cuya biblioteca personal tenía más de 50 mil libros. Es también una de mis grandes pasiones: amo los libros. 

 

Curioseaba en uno de los stand montados en una conocida feria libresca cuando, en una sección de remates, a 10 Soles, vi que ofrecían una edición del año 2022 de "El manifiesto del partido comunista" de Karl Marx y Friedrich Engels, de la editorial Sapere Aude. Obviamente la obra ya había entrado en el dominio público y cualquiera podía editarlo. Lo compré, pues no estaba seguro si seguía conservando o no el ejemplar de la edición de Pekín de 1968, de carátula amarilla, el que me había regalado un amigo Trotskista, sobrino de un conocido guerrillero fallido de los sesentas. 

 

En las épocas de las vacas flacas, cuando mi capacidad lectora no tenía límites, visitaba con regularidad a este amigo. Provenía de una familia de intelectuales y vaya que tenían una biblioteca envidiable. Se dice que lo políticamente correcto es que un intelectual sea de izquierdas y su familia era de izquierdas, pero éramos amigos aun cuando yo, en esa época y creo que incluso ahora, era un “no alineado”. Creo que, de acuerdo a mi manual de instrucciones genético, fui diseñado así, contra lo políticamente correcto. 

 

Con todo, nos unían algunas pasiones: la literatura, el rock y el montañismo. Yo le sacaba provecho a su bien dotada biblioteca. Fue allí de donde tomé prestado “Conversación en la catedral” y pasé todo un día y su noche entera disfrutando de esa maravillosa novela. Boris, así se llamaba mi amigo, siempre que podía intentaba persuadirme hacia sus fueros políticos. Con ese motivo me regaló el librito de marras: “El Manifiesto del partido comunista”. 

 

En esa época leía de todo (recuerdo haber leído una guía para desarmar el transistor receptor KH-300, de una editorial argentina), así es que no tuve empacho en leerlo, lo hice de un tirón una noche antes de dormir. 

 

Su estilo narrativo y estructura retórica me parecía, polifónicamente, similar a un tema de Led Zeppelin: "Escalera al cielo". Con un inicio impactante que captura la atención del oyente (lector), un desarrollo que construye argumentos sólidos y un final que remata con fuerza. La famosa frase inicial "Un fantasma recorre Europa" es como la introducción, musicalmente hablando por supuesto, de "Stairway to Heaven", estableciendo un tono sombrío y misterioso que atrae al oyente. 

Marx y Engels crean una atmósfera de urgencia y alerta, preparando el terreno para su análisis de la lucha de clases y el surgimiento de la burguesía. El cuerpo del texto es como el desarrollo del tema musical: construyen argumentos y ejemplos que se entrelazan para crear una armonía coherente. Utilizan metáforas, muchas, para ilustrar sus puntos de vista y hacer que el lector se sienta parte de la narrativa. El final del manifiesto es como el clímax de la canción, con Marx y Engels presentando sus alegatos contra la religión y la ideología burguesa con fuerza y convicción. La famosa frase "Proletarios de todos los países, ¡uníos!" es como el estribillo final, dejando al oyente (lector) con una sensación de llamado a la acción y un mensaje claro. 

 

Si la estructura me parecía polifónica, su texto lo entendía más allá de su propósito político original, simplemente como una pieza literaria maestra. Una bien redactada ficción antes que un manual político. Dice Vargas Llosa que la primera obligación de una obra de ficción no es instruir, sino hechizar al lector. Desde el primer momento que lo leí fui hechizado por la trama. En lugar de enfocarme en su contenido político, lo abordé como si estuviera leyendo "Pedro Páramo", de Juan Rulfo, o "100 años de soledad" de Gabriel García Márquez. 

Lo disfruté. Descubrí un mundo donde la historia se entrelaza con la fantasía y la crítica social se disfraza de mito. La burguesía y el proletariado se convierten en personajes de una narrativa épica, donde la lucha de clases es el hilo conductor que teje la trama. El anuncio apocalíptico "Un fantasma recorre Europa" se transforma en una imagen onírica, un presagio que anuncia la llegada de una fuerza desconocida y poderosa. La descripción de la sociedad capitalista como un "espectáculo de fantasmas" adquiere un tono surrealista, donde la realidad se distorsiona y la verdad se oculta detrás de una cortina de humo. “El Manifiesto” se convierte en una alegoría, donde la lucha de clases es la batalla entre la luz y la oscuridad, la razón y la superstición. La burguesía es el hechicero que controla las sombras, mientras que el proletariado es el héroe que busca liberar al mundo de su hechizo. 

Pero de allí a creer que esas bellas letras pudieran cambiar el mundo hay mucha distancia, era como creer que viajando a Colombia, compramos un mapa y llegamos a Macondo. Nunca creí que siguiendo a pie juntillas este manual se pudiera hacer realidad sus profecías. Pero eso no le quita que sea uno de los libros que más veces lo he leído, que más placer me ha proporcionado, pero por su calidad literaria, no por su contenido político. Simplemente una obra maestra de la literatura. 

 

Tal vez parezca un contrasentido, sobre todo por lo que dije anteriormente, pero al releerlo nuevamente caigo en la cuenta de que este es un libro que obligatoriamente tendría que ser material de lectura en los cursos sobre litigación y argumentación, pues presenta una estructura argumentativa y retórica cuidadosamente elaborada para persuadir al lector de la inevitabilidad de su hipótesis. 

 

Ah, me olvidaba. En uno de los inmensos pasillos de la feria vi a Boris, acompañado de una gringa, se abrigaba con una casaca y cubría su calva con un gorro, ambos de Columbia. Compraba un libro: La conjura contra América, de Philip Roth.

 

sábado, 8 de junio de 2024

Hijos de puta.

 

Cajón de sastre.


Hijos de puta.

Segundo Florencio Jara Peña.

“(…) Y mi abuelo, campesino de Almería trasplantado a la Pampa por hambre, pastor de cabras que había aprendido a leer por su cuenta mientras descubría el secreto de las vetas de la maderas, marxista autodidacta y dialogante, me dio esa noche la mayor lección de sabiduría de toda mi vida:

          - Un gusano se puede transformar en mariposa –dijo el abuelo-. Pero un hijo de puta será siempre un hijo de puta.” (Rayos X, Carlos Salem. Tropo Editores).

 

         Una crónica mía publicada en un diario nacional (La Opinión de Ica del 16 de abril del 2024), donde relataba la aventura amorosa de un amigo, terminaba así: “después de todo tan hijo de puta no soy”. (Jueces con sesgos machistas).

         Aun cuando supuse que el diario tenía un estilo conservador, pero el contexto del relato hizo que me tomara esa liberalidad y recurriera a la palabra más malsonante de nuestro idioma castellano.

El castellano debe ser uno de los idiomas que dispone de un grandísimo número de expresiones insultantes, ofensivas, soeces y escatológicas, superior, de lejos, a cualquier otro idioma en el mundo.

         No soy lingüista, pero creo que tan célebre afrenta verbal merece un ensayo propio.

En el vasto universo de la lengua española, las palabras adquieren múltiples matices y significados que trascienden su uso original. A menudo, las expresiones malsonantes o lisuras, que a primera vista parecen ser meramente ofensivas, encierran en su seno una riqueza lingüística y cultural que merece ser explorada y comprendida en toda su complejidad. Las palabras, como entidades vivas que son, evolucionan y se adaptan a los contextos en los que se utilizan. Una palabra que en un momento puede ser considerada un insulto, en otro puede transformarse en un elogio, o incluso en una exclamación de júbilo o satisfacción. Esta dualidad es inherente al lenguaje humano y refleja la diversidad de nuestras emociones y experiencias.

Las lisuras también son portadoras de cultura. Encierran historias, tradiciones y valores de los pueblos que las han acuñado. Ignorarlas o rechazarlas por completo sería dar la espalda a una parte de nuestra identidad cultural que, aunque controvertida, es indiscutiblemente rica y variada. García Marquez escribió Memorias de mis putas tristes. Fernando Vallejo publicó Memorias de un hijueputa. Acá, en Perú, Fernando Ampuero hizo lo propio con Puta linda. Charles Bukowski arrasa con todos ellos con su libro de relatos La máquina de follar.  

Entonces, resumiendo, las palabras malsonantes y las lisuras son mucho más que su apariencia inicial. Son un testimonio de la complejidad del ser humano y de su capacidad para comunicar una amplia gama de sentimientos y pensamientos. Su uso, lejos de ser un mero acto de vulgaridad, es un arte que, ejecutado con pericia y sensibilidad, puede enriquecer nuestro lenguaje y nuestra interacción social.

Este será un alegato que intentará justificar y comprender el uso de las lisuras en nuestra lengua, en realidad del controvertido “hijo de puta”, pero no para promover su uso indiscriminado, sino para reconocer su valor lingüístico y cultural en los contextos adecuados.

         Mi abuelo, un hacendado de las serranías venido a pobre, no era ni autodidacta, ni carpintero, ni marxista, pero era un lisuriento que haría avergonzar, con su verborrea injuriante, al más avezado patibulario de Lurigancho. O eso me parecía a mis 8 años. Hacía un uso indiscriminado de “jijunagranputa”. Con el tiempo descubriría que era una derivación de “hijo de la gran puta”, cuya literalidad significa ser el vástago de una meretriz y eso, automáticamente, lo convertía, de acuerdo al diccionario de la Real Academia de la lengua española, en una “persona muy indeseable”.

         Creo que las puteadas que profería mi abuelo tenían más que ver con la variante peruana de esa expresión: “jijunagranputa”. O en su versión apocopada: “jijuna”. Que implica muchísimo más que una simple persona indeseable. Pues del jijunagranputa que se metía mi abuelo entendía, yo, que el blanco del insulto de marras era la persona más rastrera, la más canalla y traidora, el ser más miserable, abyecto, ruin, asqueroso y maloliente. Redomado por lo malnacido y lo malvado que es, que psicosomáticamente provoca un inmediato y espontáneo asco. Escoria de lo peor. Un verdadero hijo de puta. Esa fue la primera lección de mi infancia.

         La expresión “hijo de puta” es una de las más polémicas y complejas dentro del vasto repertorio lingüístico de los países latinoamericanos. Su uso trasciende la literalidad para convertirse en un término con una rica variedad de significados y connotaciones, que varían enormemente según el contexto y la intención del hablante.

Cierto, en su sentido más básico y literal, “hijo de puta” hace referencia a la descendencia de una prostituta. Sin embargo, esta interpretación es raramente, ni por asomo, la intención detrás de su uso en la comunicación cotidiana. En la mayoría de los casos, se emplea como un insulto para denigrar a alguien, equiparándolo con “el más ruin de los canallas” o “la persona más detestable” (véase algunos sinónimos líneas arriba). Esta aplicación del término es universalmente reconocida y comprendida en todos los países de habla hispana.

No obstante, la expresión también puede tener un matiz completamente diferente. En ciertos contextos, “hijo de puta” se utiliza como una forma de elogio o admiración hacia una persona que ha demostrado ser excepcionalmente hábil o astuta en alguna actividad. Por ejemplo, hace poco estuve de espectador en una competencia de ciclismo de enduro; en una de esas rampas, que parecía ubicada en dirección a un despeñadero de rocas filosas, un ciclista se impulsó a toda velocidad y voló veinte metros, hasta conectar con el otro extremo de la vía, y continuó deslizándose hasta la meta. Magistral. Al unísono exclamamos, varias personas, ¡¡hijo de puta!! como una forma de reconocimiento a su talento y audacia.

También la expresión puede funcionar como un término de camaradería entre amigos cercanos. En este caso, se pronuncia con un tono afectuoso y sin intención de ofender. Esto me trae a recuerdo, en los ochentas, cuando éramos felices e indocumentados, había un argentino, llamado Oswaldo, que cada vez que nos encontrábamos de tiempo en un futbolín de la Plaza de Armas del Cusco, donde rivalizábamos, me abrazaba fuertemente a la vez que me profería de un fraterno ¡hijo de puta!  Era una muestra de la confianza y la intimidad que teníamos con el gaucho. Me lo decía con afecto y cariño.

Aunque su uso ahora ya es parte del habla coloquial, la percepción como ofensiva o no, varía ampliamente. En algunos países, los tribunales han llegado a explicar que su utilización no constituye necesariamente una ofensa indemnizable. Esto se debe a que el significado de las palabras no está únicamente en su construcción semántica, sino también en la intención con la que se dicen y en la interpretación del receptor. Recordemos el famoso ¡hijo de puta! que disparó el gran Mario Vargas Llosa contra Hernando de Soto.

La evolución del lenguaje y la integración de ciertas expresiones en el habla cotidiana han llevado a un uso menos peyorativo de “hijo de puta”. En Hispanoamérica, particularmente en la zona del Caribe y América Central, ha proliferado el uso de variantes como “hijueputa” y “jue’puta”, que se han convertido en expresiones de uso coloquial, no siempre malsonante.

Esta expresión no es un invento actual, evidencia de su uso ambivalente podemos hallarla en la literatura del Siglo de Oro español, ora como ofensa, ora como encomio. Miguel de Cervantes, en el clásico de clásicos “Don Quijote de la Mancha”, utilizó nuestro celebre insulto en algunos pasajes reflejando esta dualidad:

 

-         ¡Oh hi de puta, bellaco, y cómo es católico!

-         ¿Veis ahí -dijo el del Bosque en oyendo el hi de puta de Sancho- como habéis alabado este vino llamándole hi de puta?

-         Digo -respondió Sancho- que confieso que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero, dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?

En resumidas cuentas, “hijo de puta” es una expresión que encapsula la complejidad del lenguaje humano y su capacidad para adaptarse y transformarse según las necesidades comunicativas de una sociedad. Su uso, lejos de ser unidimensional, es un reflejo de la riqueza cultural y lingüística de los países latinoamericanos, donde una misma palabra puede ser un insulto, un elogio o una muestra de afecto, dependiendo del contexto en el que se utilice.

Hecho el excurso anterior, volvamos a lo de mi amigo y su “después de todo tan hijo de puta no soy”, para que se entienda el contexto en que lo dijo.

Aquella noche, en la calidez de la cafetería, como taxónomos  expertos identificamos a los hijos de puta de toda laya, en su primera acepción como insulto por cierto: especie, género, familia, orden, clase, etcétera. Cómo sucede cuando se emite cualquier juicio de opinión, hay una carga subjetiva, por diversos motivos (alguna vez creo que ya lo expliqué con motivo del sesgo), en quien emite el veredicto.

Después de haber puesto en el asador a una variedad de especies de hijo de puta, uno de ellos el periodista que denigra su profesión, tengo para mí que el más redomado hijo de puta es el violador de menores, el pedófilo depredador sexual. Por el contrario mi amigo, juez profesional, consideraba que no. Que el más hijo de puta de todos los hijos de puta era el acosador sexual. Estuvo a punto de convencerme con el alegato que recitó: “En el vasto espectro de la conducta humana, pocas acciones son tan reprensibles como las de un acosador sexual que explota su posición de poder. Este hijo de puta, que debería ser un pilar de confianza y respeto, se convierte en el depredador más vil, aprovechándose de la vulnerabilidad y necesidad de aquellos a quienes debería proteger y apoyar. El acoso sexual en el lugar de trabajo no es solo una violación de la dignidad personal, sino también un atentado contra la integridad y la seguridad. La víctima, a menudo atrapada en una red de dependencia económica y profesional, se enfrenta a un dilema desgarrador: sufrir en silencio o arriesgar su sustento al hablar. Comparar a este hijo de puta con los canallas más ruines es quedarse corto. Mientras que un canalla puede actuar por debilidad o maldad, el acosador sexual que abusa de su poder lo hace con plena conciencia de su inmunidad y la impotencia de su víctima. Es un acto calculado, frío y despiadado, que deja cicatrices profundas en el tejido de la moralidad y la confianza. Incluso en la “Divina Comedia” de Dante, donde los círculos del infierno castigan a los pecadores según la gravedad de sus faltas, sería difícil encontrar un lugar adecuado para este hijo de puta. El abuso de poder para la gratificación sexual no solo corrompe el alma del perpetrador, sino que también erosiona la base misma de nuestra sociedad, que se sostiene en la equidad y el respeto mutuo.  Es, sin duda –remató su alegación- mucho peor que el más ruin de los canallas y no tiene cabida en ninguna sociedad que valore la dignidad y la igualdad”.

En seguida me contó que tenía juzgando un caso de acoso sexual de una dictadorzuelo de una provincia altoandina. Un hijo de puta –así se expresó rojo de indignación- que eligieron como autoridad. Que exigía sexo a cambio de trabajo a una pobre chica, la que tuvo el valor de denunciarlo. Como seguramente lo habría hechos siempre hasta que le pusieron el pare. El cabrón mandó a su mujer a llorarme. Ignora el hijo de puta –lo remarcó nuevamente deletreando silaba por silaba la frase ingrata- que el orgullo no tiene forma ni sabor, pero que es difícil de tragar. Que si se tiene que morir se tiene que morir de pie y no escudarse en las faldas de su mujer. -Se expresó tan cabreado que dije para mí que el diablo, pues no creo que Dios pueda acogerlo, se apiade del alma de ese consumado hijo de puta, porque este juez lo va a freír vivo en aceite hirviendo-.

Fue así que, antes de despedirnos, profirió, luego de contarme su aventura amorosa, su ya famoso “después de todo tan hijo de puta no soy”. 

  

 

                           Ica, 7 de junio del año 2024.